La quema de 24 toneladas de libros llevada a cabo hace 35 años por agentes de la última dictadura cívico militar, en un baldío de la localidad bonaerense de Sarandí, por considerar que eran “obras subversivas que enajenaban la conciencia nacional”, constituyó un artero ataque contra la cultura nacional y la libertad de expresión.
Con una orden judicial de por medio, un grupo de policías y civiles incineró el 26 de junio de 1980 buena parte del material publicado por el Centro Editor de América Latina (Ceal), una editorial dirigida por el matemático Boris Spivacow.
El propio Spivacow fue obligado a presenciar ese ataque incendiario, que se llevó a cabo en un predio ubicado en la calle Ferré, entre O’ Higgins y Lucena, para certificar “el correcto proceder del personal policial que llevó a cabo el operativo”.
También estuvieron presentes el fotógrafo Ricardo Figueiras, Amanda Toubes, Alejandro Nociletti y Hugo Corzo, todos empleados de esa editorial, quienes vieron cómo ardían más de un millón de títulos por disposición de un juzgado de La Plata.
La editorial ya estaba acusada por la Junta Militar de “publicar material subversivo”, y uno de sus integrantes, el escritor Oscar Troncosso, fue encarcelado en el Penal de Villa Devoto por una supuesta acusación de plagio.
Marx, Perón y el Che. Entre las publicaciones que ese día quemaron en el terreno de Sarandía había obras de Marx, Perón, el Che Guevara y Comte, entre otros autores, además de publicaciones que hacían referencia a la ciencia, la historia y la economía.
Ese hecho constituyó quizás el punto más álgido de un proceso de persecución contra la cultura que tuvo como instrumento el fuego, un elemento que para los represores parecía estar dotado de un elemento purificador.
Ya en julio de 1976, Luis Pan, designado interventor de la editorial Eudeba por los militares, le entregó al Primer Cuerpo de Ejército los libros censurados que había en la editorial.
Así, 90 mil tomos ardieron en la Plaza de Armas de esa unidad militar, que en tiempos de la dictadura comandaba el general genocida Guillermo Suárez Mason.
En esos días, Luciano Benjamín Menéndez, al frente del Tercer Cuerpo de Ejército con asiento en Córdoba, hacía lo propio y organizaba otra fogata en la que se perdían obras de Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Mario Vagas Llosa, Marcel Proust, Eduardo Galeano y volúmenes de “El Principito”, la obra del escritor Antonie Saint-Exupéry.
“Destruimos por el fuego”. “A fin de que no quede ninguna parte de estos libros, folletos, revistas... para que con este material no se siga engañando a nuestros hijos. Destruimos por el fuego la documentación perniciosa que afecta al intelecto y nuestra manera de ser cristiana”, declaraba el represor en las páginas del diario la Opinión.
Eran actos que los nazis ya habían realizado en la Alemania gobernada por Adolf Hitler y que gracias a los militares de la dictadura se replicaron en Argentina.
En cuanto a Spivacow, a quien se definió alguna vez como “una persona que tenía un vínculo absoluto con los libros”, murió a los 79 años, en 1994, y su editorial cerró sus puertas un año después de su deceso.
Hijo de inmigrantes rusos de origen judío, fundo la Ceal en 1966; fue designado profesor honorario de la UBA y hoy una plaza porteña ubicada en Las Heras y Austria lleva su nombre en reconocimiento a su difusión de la cultura.
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Publicado 29/06/2015