La Biblioteca Parlante "Mirá lo que te digo" ha editado el CD Nº 66 "Relatos de una Pasión". El trabajo reúne material acerca de la vida y obra de la poeta Alejandra Pizarnik (29/04/1936 - 25/09/1972). Invitamos a visitar el blog.
Cuando el 30 de abril de 1966 retoma las páginas de su diario, se observa recién llegada a los treinta años, sin saber aún nada de la existencia. “Lo infantil -escribe- tiende a morir ahora pero no por ello entro en la adultez definitiva. El miedo es demasiado fuerte sin duda. Renunciar a encontrar una madre. La idea ya no me parece tan imposible. Tampoco renunciar a ser un ser excepcional (aspiración que me hastía). Pero aceptar ser una mujer de 30 años... Me miro en el espejo y parezco una adolescente. Muchas penas me serían ahorradas si aceptara la verdad” (Diarios 1960-1968, op. cit., p. 277). Al cabo, la substancia nativa de la poesía y de la biografía se confunden, y aunque ello pueda ser discutido por numerosos analistas, lo cierto es que los motivos recurrentes de una no se explican fácilmente sin el auxilio de los que atañen a la otra: “la seducción y la nostalgia imposibles, la tentación del silencio, la escritura concebida como espacio ceremonial donde se exaltan la vida, la libertad y la muerte, la infancia y sus espejismos, los espejos y el doble amenazador” (Ana Nuño, en Alejandra Pizarnik, Prosa completa, edición a cargo de Ana Becciú, Barcelona, Editorial Lumen, 2001, p. 8).”
Mediante el simbolismo desmesurado de Extracción de la piedra de locura (1968), la sola cita del dolor y la impotencia configura el tablero poético, pero no ya por medios convencionales, sino a través de una constatación -rica en consecuencias- de la falta de fe en su propia imaginación creadora. “Si no fuera así -escribe el 24 de mayo de 1966- no leería para aprender sino para gozar. ¿Aprender qué? Formas. No, no es el deseo de frecuentar modos de expresión. Mis contenidos imaginarios son tan fragmentarios, tan divorciados de lo real, que temo, en suma, dar a luz nada más que monstruos. (...) Creo que se trata de un problema de distribución de energías. Pero lo esencial es la falta de confianza en mis medios innatos, en mis recursos internos o espirituales o imaginarios” (Diarios 1960-1968, op. cit., pp. 279-280).
Desde luego, sólo en este clima de bloqueo y melancolía es posible estudiar de forma pormenorizada títulos como Nombres y figuras (1969), La condesa sangrienta (1971) y El infierno musical (1971). En cierto modo, podemos insinuar un propósito testamentario, aunque ese fin también es propio de creadores que no conciben el suicidio entre sus planes. El caso es que, si bien permite que la imprenta reitere sus palabras, Alejandra no quiere perpetuarse y por eso elige morir en la madrugada del 25 de septiembre de 1972. Cincuenta pastillas de Seconal sódico le interesan como un símbolo de su decisión, y es que la muerte “es la mayor disonancia o, quizá, la armonía radical del silencio” (Blas Matamoro, Puesto fronterizo, Madrid, Síntesis, 2003, p. 174). En todo caso, según detalla Ana Nuño, la mitificación de su propio fallecimiento “ha acabado produciendo una especie de «relato de la pasión que la recubre con el velo de un Cristo femenino». Abundan los retratos del poeta suicida y Alejandra ingresa en esa galería de espectros añadiendo una etiqueta más a su obra. ¿Alguien discute, a estas alturas, que el malditismo sea un rótulo atractivo?
Como es obvio para Nuño, resultan graves las consecuencias de esa patología consistente en vincular vida y obra. La lectura de todo ello nos conduce a la cuestión del género: “La melancolía, la soledad y el aislamiento, cuando se ponen de manifiesto en la vida de una mujer, son rasgos que admiten ser interpretados como la prueba de un desequilibrio psíquico de tal naturaleza, que puede conducir a su autora al suicidio o la locura. Si es varón el escritor, en cambio, y su obra o vida o ambas manifiestan parecida contextura —la lista es larga, de Hölderlin y Rimbaud a Kafka y Beckett—, ésta suele recibirse como una confirmación del talante visionario del hacedor” (Ana Nuño, op. cit., p. 7). A vueltas con esa conexión entre la obra literaria y la realidad de su autora, Frank Graziano cree que “la obra suicida de Pizarnik sólo puede nombrar una muerte literaria y nunca una real”. Es más, el debate sobre si la escritora cometió un suicidio o simplemente erró la dosis, resulta académico en lo concerniente a su creación literaria, pues dicha obra “sólo nombra la muerte que sufrió Pizarnik como autora, como personaje de su propia ficción, cualesquiera que fuesen las intenciones específicas de Pizarnik como persona” (Una muerte en que vivir, Alejandra Pizarnik. Semblanza, México D.F., Fondo de Cultura Económica, 1992, pp. 12-13).”
Fuente: Oscar Bosetti - Biblioteca Parlante